Me alojaba en una casa como la de los pueblos de ahora, pero que parecía recién construida. Allí, contándome a mí, seríamos como doce o trece personas más el serivicio, un hombre y una mujer.
No os penséis que era una casa de ricos. No, allí todos trabajaban de sol a sol. El servicio le tenían casi por pena, porque aquella pobre pareja no tenía dónde caerse muerta… ¡Pasaban la noche en el establo! Y si bien no pasaban frío gracias al calor animal, el olor no era de lo más agradable.
Dentro de la casa vivía el matrimonio con sus no sé cuántos hijos, lo los llegué a contar y siempre estaban de aquí para allá.